Crisis de la economía mundial, caos sistémico y la elección de Donald Trump

La elección de Donald Trump no es un momento aislado de la coyuntura internacional. Debemos comprenderla como parte de un conjunto de transformaciones que se vinculan con el vaciamiento del centrismo liberal en la economía mundial, en particular en sus centros atlantistas, como Europa Occidental y Estados Unidos, pero también en Sudamérica, cuya principal expresión fue hasta aquí el golpe de Estado en Brasil contra el Partido de los Trabajadores. Para entender la causa del agotamiento del centrismo liberal, es necesario recurrir a las tendencias de larga duración que están presentes de forma específica en la escena contemporánea.

En nuestro libro Globalización, dependencia y neoliberalismo en América Latina (2011) afirmamos que la coyuntura mundial contemporánea debería ser entendida por la combinación de tres movimientos de larga duración: a) la revolución científico-técnica que, desde los años 1970, impone la crisis del capitalismo como modo de producción, al convertir el conocimiento y, por lo tanto, el aumento del valor de la fuerza de trabajo, en el elemento más dinámico e importante de las fuerzas productivas. b) La crisis de hegemonía de los Estados Unidos que, frente a la fuerte ofensiva de los trabajadores sobre las tasas de ganancia y la reducción de los diferenciales de productividad en relación con Europa y Japón a finales de los años 1960, opta por la estrategia de financierización utilizando su poder sobre la moneda mundial para crear valor ficticio y reducir las presiones del trabajo sobre la acumulación y sobre la competitividad intercapitalista por la apropiación del excedente. c) La fase expansiva de un ciclo de Kondratiev, que se inicia en 1994 y debe agotarse en esta década, impulsada, por un lado, por la proyección y la integración de China en la economía mundial y, por el otro, por la recuperación de la tasa de ganancia en los países centrales después de la imposición de una profunda derrota a la clase trabajadora a partir de la combinación entre financierización y cambios radicales en la base tecnológica y en los patrones organizacionales de las empresas y de las políticas estatales.

Si bien el neoliberalismo más puro en los años 1980, impulsado principalmente por las fuerzas conservadoras y neoconservadoras, expresadas en la tríada Reagan, Thatcher y Kohl, fue clave para romper la resistencia sindical de los trabajadores industriales, por otro lado, el protagonismo extremo que dio al rentismo, a la reforma tributaria regresiva y a los gastos militares, generó enormes desequilibrios macroeconómicos cuya principal expresión fue la eclosión de déficits públicos y de la deuda pública en los países del G-7, sumados a enormes déficits comerciales en Estados Unidos, principal articulador de este proceso.

La transferencia acelerada de competitividad internacional hacia el Este asiático, las presiones financieras del déficit público sobre el welfare y la derrota contundente del proletariado fordista abrieron el espacio para desplazar el eje del capitalismo atlantista y centrarlo en la tasa de ganancia por medio de un nuevo ciclo de Kondratiev. Este desplazamiento cíclico en la tasa de ganancia exigió el surgimiento de nuevas fuerzas políticas que se organizaron alrededor de la reformulación del proyecto social-demócrata con el fin de atender las exigencias del capitalismo en la etapa de la globalización que, Anthony Giddens intentó sintetizar relanzando el concepto de “tercera vía”.

Sin embargo, esta “nueva tercera vía” no rompió ni revirtió la financierización, atenuando solamente sus tendencias más agudas, ya que el período cíclico de expansión de larga duración que se inició no ha solucionado la tendencia al declive de los centros atlantistas en la economía mundial sino que la ha profundizado. Aumentó las presiones competitivas, aceleró los límites de la financierización y exigió paralelamente la organización de una base tecnológica dinámica como instrumento de contención del declive, lo que no impidió la deslocalización productiva de los centros atlantistas hacia otras regiones, en particular, a China.

Esa nueva tercera vía buscó combinar la financierización y el establecimiento de un período de crecimiento económico que no fuera muy significativo al punto de reestablecer el pleno empleo, pero que fuera suficiente para aumentar la recaudación estatal y ampliar gastos sociales para focalizar las políticas en el combate a la extrema pobreza y la exclusión de los segmentos sociales más vulnerables. En general, pese a las variaciones nacionales, se constituyó un patrón de políticas públicas que situó las tasas de interés por debajo de las tasas de crecimiento del PIB, redujo la expansión de los gastos militares, atenuó los efectos más regresivos de las reformas tributarias neoliberales, pero no impidió la ampliación de la desigualdad, aunque esta haya sido matizada por el aumento del crecimiento económico. Esta combinación ha frustrado, con el pasar de los años, la base popular de la socialdemocracia, conduciendo en múltiples ocasiones a derrotas electorales significativas, donde y cuando la combinación entre crecimiento económico, reducción de la pobreza y aumento de la desigualdad fuera menos exitosa.

Tal patrón de políticas públicas ultrapasó los centros atlantistas inscribiéndose en las regiones bajo su hegemonía ideológica, en particular en los países dependientes más poderosos y estratégicamente articulados con la economía mundial. La ascensión de los demócratas con Bill Clinton entre 1993-2000 y Barack Obama entre 2009-16, de los laboristas británicos con Tony Blair y Gordon Brown entre 1997-2010, de los socialdemócratas y verdes alemanes con Gerhard Schroder entre 1997-2005, de los socialistas franceses con Lionel Jospin entre 1997-2002 y François Hollande entre 2012-2017, del PSOE con Zapatero entre 2004-2011, y del PT con Lula y Dilma entre 2003-2016 es fiel expresión de la emergencia de un centrismo de izquierda que busca realizar una combinación entre rentismo, estrategias de desarrollo productivo y clase trabajadora, con distintos resultados en función del lugar que ocupa en el sistema mundial y de los diversos contextos nacionales. Amenazada con la emergencia de una centroizquierda neoliberal que le retiraba la gestión de grandes centros de la economía mundial, la derecha neoliberal, incapaz de ofrecer alternativas a la expansión de la desigualdad que frecuentemente se articuló con el aumento de la pobreza, modificó su agenda: priorizó el combate al terror y al enemigo externo/interno, la guerra y la contención de la inmigración ilegal.

La imposición de esta ofensiva ideológica en el gobierno de George W. Bush y su articulación con el complejo industrial militar llevó a su incorporación parcial por la izquierda centrista durante el gobierno de Obama. Este tomó como referencia el nuevo nivel de gastos militares heredado del gobierno republicano — que más que duplicó el presupuesto de defensa, incrementándolo de US$ 311 billones a 644 billones y del 2,9% al 4,2% del PIB, entre 2000-08 — realizando en ellos pequeños cortes, sin alterar significativamente sus valores absolutos, pero reduciéndolos progresivamente al 3,3% del PIB en 2015, después de alcanzar la máxima del 4,7% del PIB en 2010.

Por otro lado, Obama rompió records de deportación masiva de inmigrantes, con un promedio de deportaciones aproximado de 400 mil personas por año, cifra superior en 41% a la del gobierno de George W. Bush que, no obstante, elevó la deportación anual de 180.000 a 360 mil personas, número que viene aumentando constantemente desde 1982, cuando fueron 15 mil los deportados.

La crisis económica de 2008-2010 y el agotamiento del ciclo de boom de los commodities de 2004-2011 en la periferia dependiente, incidieron fuertemente sobre la capacidad de la centroizquierda neoliberal en viabilizar la coalición que proponía. En los centros de la economía mundial, la estatización de la deuda privada por medio de programas de compra de títulos podridos, el aumento de los gastos militares y la recesión impidieron que el crecimiento económico siguiera amortiguando los efectos sociales disruptivos de la desigualdad que volvió a crecer de forma acelerada. En países periféricos, como Brasil, los efectos negativos del ciclo de los commodities disminuyeron el crecimiento económico, redujeron la recaudación pública, ampliaron la percepción de la desigualdad, condujeron a grandes explosiones sociales y a presiones del gran capital para redistribuir recursos al rentismo e interrumpir la trayectoria rumbo al pleno empleo.

La incapacidad de restablecer tasas de crecimiento económico típicas de las fases expansivas del Kondratiev impone un fuerte obstáculo para el centrismo de izquierda, que parece entrar en declive acelerado por la incapacidad de conciliar el interés de diversos grupos sociales, como rentistas, grandes oligopolios, pequeños y medianos industriales y trabajadores. Todo apunta a que la fase expansiva del Kondratiev en curso ya se agotó en los Estados Unidos y en Europa Occidental desde la crisis de 2008, y en la economía mundial deberá agotarse aún en esta década con la desaceleración en curso en China.

La crisis del centrismo afecta particularmente a la izquierda neoliberal, en función del agotamiento del crecimiento económico acelerado que vuelve nítida su incapacidad de cumplir con las promesas de inclusión de la clase trabajadora en los procesos de globalización. Sin embargo, afecta también al bipartidismo propiciando el surgimiento de corrientes más radicales, sea en el interior de los partidos tradicionales o fuera de ellos. Desde 1999 a 2014, el bipartidismo de centroizquierda y centroderecha redujo su participación en el parlamento europeo de 66% a 54,8%. El vaciamiento político del centrismo neoliberal se evidencia en un conjunto de eventos como: la victoria del Brexit contra la orientación del entonces primer ministro del Partido Conservador, David Cameron, y la del Partido Laborista, fortaleciendo el Partido de la Independencia del Reino Unido, de extrema derecha; la emergencia de dos candidaturas en los Estados Unidos, de Donald Trump y Bernie Sanders, que desafiaron el establishment de los partidos Republicano y Demócrata, respectivamente; el crecimiento del Frente Nacional en Francia en la elecciones presidenciales de 2012, en las elecciones europeas de 2014 y en las elecciones regionales de 2015; la caída del PP y PSOE en las votaciones en España, del 72% al 55%, entre 2011 y 2016, abriendo espacio para el surgimiento de Podemos a la izquierda y de Ciudadanos, a la derecha; la caída drástica de la votación del PASOK y de la Nueva Democracia en Grecia, desde 2012, dando lugar al protagonismo del Syriza, a la izquierda, en 2015, y a la ascensión del Amanecer Dorado, de extrema derecha; o la drástica pérdida de popularidad de Dilma Rousseff del PT, en Brasil, en el primer semestre de 2015, que antecedió al golpe de Estado de 2016 que la depuso del mandato presidencial.

La crisis de los centrismos de izquierda que gestionaron la onda larga expansiva iniciada en 1994 lleva a dos tipos de desdoblamientos: de un lado, a la presión de los movimientos sociales para que las izquierdas rompan sus compromisos con el rentismo, el capital financiero y el neoliberalismo, dando prioridad al combate de la desigualdad y la profundización de la democracia, vinculándolos a distintos proyectos de desarrollo que promuevan la articulación entre la soberanía nacional y la cooperación internacional. Del otro lado, a la reacción de la derecha a los movimientos sociales contra la desigualdad que se vienen acumulando en baja intensidad durante la larga onda expansiva y que ahora amenazan cambiar su ritmo. Frente a esta posibilidad, la derecha echa mano de otra agenda donde pone la escasez como una realidad inexorable, y reivindica la desigualdad y el proteccionismo para mantener privilegios contra las presiones competitivas de la globalización oriundas del comercio y de la migración. Se trata de preservar los polos de riqueza y poder contra el declive, interpretado como producto de presiones competitivas de los excluidos del mundo por la redistribución del excedente: inmigrantes oriundos de la periferia, minorías étnicas, trabajadores, Estados o grupos que realizan políticas anti-imperiales y Estados que desplazan el eje del poder económico mundial.

De esta manera, la derecha elabora un proyecto populista y neofascista que, al mismo tiempo que la exime de ser la causante de la desigualdad, le adjudica la responsabilidad del declive del hombre europeo, blanco, heteronormativo a un presunto “enemigo externo/interno”. Claro que se pueden hacer algunos ajustes y modificaciones puntuales a ese proyecto cultural, pero sin modificar su esencia anti-multiculturalista. Se trata de establecer un proteccionismo con base en la capas medias en contra de aspectos de la economía mundial, como la presión competitiva proveniente del comercio y la deslocalización de la producción, preservándose, sin embargo, la desreglamentación financiera por la cual los países centrales del eje atlantista de poder capturan parte del capital circulante del mundo mediante la sobrevaloración de sus monedas.

Tal proyecto neofascista se establece en función de condiciones nacionales específicas: en el caso brasileño, país dependiente y periférico, la subordinación al imperialismo neoliberal de los centros atlantistas restringe cualquier perspectiva proteccionista, pero este se funda en la articulación de la identidad nacional con un moralismo abstracto que asocia austeridad y rentismo y va en contra de los programas sociales, las izquierdas y los movimientos sociales, vistos como amenaza a su hegemonía y dominación. La precaria base cultural de masas conservadora vincula este proyecto a un Estado de cuarto poder que judicializa la política, sometiendo su control a un conjunto de intereses que articula las grandes corporaciones mediáticas, el Parlamento y el Poder Judicial para expurgar adversarios y criminalizar a los movimientos sociales eliminando simultáneamente la competencia política.

En el caso de los Estados Unidos, la elección de Donald Trump es el resultado de la fuerte decepción de las clases medias con los demócratas y de la intensa movilización del electorado conservador para votar, en contraste con aquellos segmentos donde Hillary venció. Así, según encuestas de la CNN, mientras Hillary ganó con amplio margen entre el 36% más pobre, por 52% a 41%, Trump triunfó entre el 31% siguiente que reúne a las clases media baja y media, con 50% y 46% respectivamente, y con un margen más estrecho en el 36% de los más ricos. Los demócratas perdieron alrededor de 7 millones de votos en relación con las elecciones de 2008 y casi 4 millones de votos en relación con las elecciones de 2012.

Fue el abandono de las políticas de desarrollo económico en favor del saneamiento del capital ficticio y de la expansión del complejo industrial militar, lo que llevó a priorizar las políticas focalizadas y direccionadas al combate de la extrema pobreza en detrimento de aquellas direccionadas hacia la clase trabajadora y el mercado interno. Por otro lado, todo el esfuerzo de movilización manejado por Trump en relación al electorado conservador no le dio la victoria en el voto popular y le rindió el mismo nivel de votos que obtuvo en su momento el candidato republicano, Mitt Rommey, en las elecciones presidenciales de 2012 y menos de 1 millón de votos que lo logrado por George W. Bush en 2004. Quien votó por Trump fue el electorado blanco, masculino, conservador, protestante, católico o cristiano, de mediana edad o más, con nivel de escolaridad inferior a la licenciatura, fuertemente contrario al Obamacare y preocupado por la pérdida de empleos vía migración o competencia comercial.

No obstante, el gobierno Trump poco puede ofrecer para enfrentar el declive estadounidense y, con su programa de derecha que mezcla neoliberalismo y proteccionismo, deberá profundizarlo. Si sigue los patrones republicanos, Trump debe reducir los impuestos para los ricos, elevar drásticamente los gastos militares y las tasas de interés para atraer el capital circulante, poniendo fin a las políticas de tasas de intereses reales negativas con las cuales Obama intentó recuperar el crecimiento económico en Estados Unidos. Las primeras designaciones que hizo apuntan en esta dirección. Expuesto al sistema liberal de poder competitivo, a las presiones de los grandes engranajes partidarios, Trump debe desgastarse, perder autonomía y popularidad. Mientras tanto, como antídoto, puede generar un “ambiente de excepcionalidad” que lo ponga en condiciones de reivindicar, para sí mismo, el liderazgo para conducir la unidad de la nación.

Para que ello sea posible, es necesario que ocurra una combinación de factores: la identificación de enemigos externos/internos y una situación de gran conmoción popular, que provoque sensación de miedo y vulnerabilidad, como el incendio del Reichstag o el ataque al Pentágono y a las Torres Gemelas. Para los primeros, en su campaña presidencial, Trump ya identificó al islamismo militante, a los inmigrantes musulmanes y a los mexicanos, el multiculturalismo y, por supuesto, a China. El evento de conmoción podrá ser construido por el fuerte aparato de inteligencia que tiene a su disposición y por el apoyo de que dispone en el Congreso de mayoría republicana y en la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

La elección de Trump puede implicar un nuevo nivel de reorganización de la derecha radical en el mundo. Sin embargo, si se cumple esta condición, se profundizará el caos sistémico e impulsará la reorganización de la izquierda mundial con ejes cada vez menos comprometidos con el centrismo y el neoliberalismo.

Carlos Eduardo Martins

Carlos Eduardo Martins: Doctor en Sociología (USP), master en Administración Pública (FGV-RJ) y profesor de la Universidad de Río de Janeiro.


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