El Salvador: El crimen de los cuadernos nunca escritos

Un cuaderno con tapa dura, color rosa flúo y con ilustraciones de Kitty todavía espera a María del Mar envuelto en una bolsita de plástico en la alacena de la cocina. Se lo trajo uno de los primos que viven en Estados Unidos para cuando empezara su primer año de la secundaria.

María del Mar (nombre ficticio) se trasladó con su familia desde La Paz al departamento de San Salvador. Era una de las mejores alumnas de su escuela en el noveno grado. Extrañaría al mudarse, pero la perspectiva de comenzar la secundaria en una nueva escuela, con nuevos amigos y seguir estudiando, la entusiasmaba. Después, pensaba seguir la carrera de enfermería.

El día que caminó de su nuevo barrio hacia su nueva escuela cruzó, sin saberlo, el límite territorial entre las pandillas, la mara MS (o Mara Salvatrucha, originada en el barrio Pico-Union, Los Angeles)) y la mara-18 (así denominada por la Calle 18, en el distrito Rampart de Los Angeles, EEUU).

María del Mar fue intimidada y, claramente, le dijeron que si volvía a cruzar ese límite, la matarían. Así, hoy con casi 18 años no pudo ni empezar su escuela secundaria y sus sueños fueron quebrados. Su papá vive de la cosecha de milpa (maíz), tiene trabajo unos pocos meses al año y su jornada laboral se prolonga por 15 horas diarias. Su mamá horneaba y vendía pan pero ahora los costos se elevaron y ya no logra vender lo suficiente para seguir produciendo.

Sus tres hermanos varones menores son la mayor preocupación de María del Mar: no tienen perspectivas de continuar sus estudios, y sólo de encontrar trabajitos menores y ocasionales. Por lo tanto, ella sabe que tienen una alta posibilidad de involucrarse en pandillas, o ser intimidados o aniquilados por ellas.

Las principales víctimas de homicidio en El Salvador son adolescentes y jóvenes adultos de 15 a 29 años y la mayoría de estos crímenes son perpetrados con armas de fuego (en niveles similares a Brasil) (“Armed violence”, Issue 1, Small Arms Survey, Geneva, Nov. 2012).

La ciudad de San Salvador, si bien redujo la tasa de homicidios dolosos, aún se encuentra entre las 50 ciudades más violentas del mundo, según el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal (www.consejociudadanobcs.org).

Entre los antecedentes de esta situación, contamos el conflicto armado de más de una década que finalizó con un Acuerdo de Paz en 1992 dejando alrededor de 100.000 personas muertas y desaparecidas. Los restos de las fuerzas guerrilleras y armadas fueron arrojados a la sociedad civil sin políticas de contención y sin políticas de reconstrucción y oportunidades de trabajo.

Un aspecto determinante que nutrió esta atmósfera de violencia fue la deportación entre 1998 y 2005 desde la ciudad de Los Angeles (EEUU) a los países de Guatemala, Honduras y El Salvador, entre 1998 y 2005, de alrededor de 46.000 jóvenes convictos por delincuencia pandillera (“Central America And Mexico Gang Assessment”, USAID, 2006).

Las maras o pandillas se concentran en los barrios de inmigrantes latinos en Los Angeles donde los salvadoreños se instalaron en su gran mayoría, a partir del período de la guerra civil.

Las familias se mudaron con sus bebés y niños quienes allí crecieron como adolescentes y jóvenes adultos sin espacios de inserción ni de identidad, sino más bien de exclusión, subestimación étnica y con un explícito cierre de puertas en cuanto a educación y trabajo. Sus padres son la principal mano de obra barata de la agricultura, los servicios de limpieza, mantenimiento y jardinería en largas jornadas laborales.

Solos en sus familias, excluidos de su sociedad, estos jóvenes generaron en la calle un espacio de pertenencia entre pares, predominantemente masculino, violento y delictivo, que es la pandilla o la mara, con sus propios códigos de conducta, su lenguaje, sus territorios y su estética corporal. Deportados al país donde nacieron pero que en realidad, desconocen, reconectaron con el único espacio social que conocían: las maras, en un campo fértil de desolación, violencia, machismo y pobreza.

En El Salvador, ya existían las pandillas como organizaciones juveniles locales y espacios de identidad para navegar por los quiebres de una sociedad cuya desigualdad social y trauma histórico grita al cielo.

Sus roles fueron, en algún período, de protección de su territorio y sus habitantes, para transformarse rápidamente en bandas coercitivas y opresivas de la población a su merced. Las instancias gubernamentales abordaron el fenómeno, en primer lugar, con metodologías represivas como los operativos “Mano Dura” y “Mano super dura” que derivaron en una mayor organización delictiva por parte de las pandillas y con mayor vinculación al tráfico de drogas. Ante el recrudecimiento de la violencia se instrumentaron otras metodologías de carácter preventivo de involucramiento comunitario, local, municipal y no gubernamental (D. Rodgers, R. Muggah, C. Stevenson, “Gangs of Central America: Causes, Costs, and Interventions”, Graduate Institute of International and Development Studies, 2009).

Entre las organizaciones no gubernamentales que trabajan en la estrategia preventiva en los departamentos más pobres como La Paz, Sonsonate y San Salvador, Aprodehni (Asociación por la Promoción de los Derechos Humanos de la Niñez y los jóvenes) se destaca por su filosofía vinculada a la teología de la liberación y su inspiración en la figura del Arzobispo de El Salvador, Oscar Romero (asesinado por fuerzas paramilitares el 24 de marzo de 1980). Gil Geremías Pintín, director de dicha Asociación, nos relata en una entrevista (KUNM 89.9, 6/5/2013) que: “En nuestro país, después de finalizada la guerra en 1992, quedaron muchas familias con ciertos problemas sicológicos, producto de ese conflicto en los que 100.000 personas murieron por doce años y finalmente tuvimos los Acuerdos de Paz. Aprodehni trabaja con muchos de los jóvenes que, por diversas circunstancias se suicidan o se internan en las pandillas, porque no encuentran alternativa. Ante este panorama de inesperanza, llegamos para hablar con la familia, hablar con los jóvenes que están en riesgo y vulnerables para que puedan estudiar (…).

Muchas de las familias son sobrevivientes que se mudaron de un lugar a otro. Son familias que históricamente han sido excluidas y que han sufrido consecuencias del conflicto armado: problemas sicológicos y problemas de diferente naturaleza que derivaron de este conflicto.

Aprodehni está acompañando con otros procesos educativos de integración familiar para mejorar los niveles de autoestima, porque la gente después de la situación tan conflictiva que vivió nuestro país, está traumada. Hay un fenómeno que se ha desarrollado: es el problema de las pandillas. Las pandillas se deben a varios factores; uno de ellos es la pobreza, la exclusión social; son jóvenes que no encuentran alternativa, no tienen esperanza de empleo. Y se dedican a delinquir. Generalmente los grupos tienen miembros de los diez años en adelante. Hay muchos niños que son utilizados por los mayores para cometer actos delictivos. Ellos son doblemente víctimas.”

Según un reciente informe sobre trabajo infantil, en El Salvador, los niños son parte de la mano de obra en las peores formas incluyendo agricultura, servicio doméstico y trabajo callejero así como son reclutados en pandillas y tráfico de drogas. (United States Department of Labor´s Bureau of International Labor Affairs, “Findings on the worst forms of Child Labor, 2010, www.refworld.org).

A pesar de las estrategias preventivas y de un reciente acuerdo entre las maras para desarrollar una convivencia pacífica, los niveles de violencia del país continúan demasiado altos. En cuanto a la pobreza, en el último Informe Mundial de Desarrollo Humano 2013, descendió en su índice de desarrollo humano más aún (www.undp.org). Los niños y jóvenes constituyen la mayoría de la población: 37% tiene menos de 15 años; entre ellos, el 40 por ciento deja de estudiar en 5º grado. De la población adolescente y joven (15 a 24 años, 23%), menos de la mitad empieza la escuela secundaria (VI Censo de Población y Vivienda El Salvador, 2007, www.censos.gob.sv; “Central America And Mexico Gang Assessment”, USAID, 2006).

Al preguntarle a María del Mar cuáles son sus deseos para su país, nos dijo: “que todos los niños tengan acceso a una buena educación, pero ¡de verdad! y no sólo ayudarlos hasta noveno y luego, ¡a trabajar! Desearía que las maras se borraran, que fuera El Salvador un país tranquilo, donde uno pueda caminar tranquilamente. Y también que haiga más trabajo para que los padres puedan ganar un salario digno, para que puedan dar alimentación a su familia y sobrevivir sin que hagan que los hijos vayan a trabajar, quitándoles el derecho de estudiar. ¡Esos son mis deseos!”.

Cabe preguntarse, entonces, ¿Cuántos sueños y deseos como el de María del Mar siguen siendo truncados? ¿Cuántos cuadernos nunca escritos seguirán esperando ser cargados en una mochila escolar? ¿Cuántos pibes más en la calle? Como dice la poesía de Armando Tejada Gómez, “es honra de los hombres proteger lo que crece, / cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,/ evitar que naufrague su corazón de barco, / su increíble aventura de pan y chocolate / poniéndole una estrella en el sitio del hambre” (“Hay un niño en la calle”, 1958).

Cristina Baccin
Cristina Baccin : Escribe desde ESTADOS UNIDOS. Periodista. Fue Decana de la Facultad de Ciencias Sociales, UNICEN (Buenos Aires, Argentina), Profesora e Investigadora en Comunicación Social en Argentina (Univ. Nac.  de La Plata, Universidad Nacional del Centro de Bs. As., entre otras) y España (Univ. Pont. de Salamanca). E-mail:[email protected]


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